de Fernando Alarriba
En las próximas semanas México de nueva cuenta puede ser galardonado con el premio más famoso en la industria cinematográfica: el Oscar. Independientemente de los resultados de una premiación, el cine mexicano se sostiene como una apuesta segura de calidad y talento a gran escala. Ya sea Hollywood o Cannes, existen ciertos aspectos que a lo largo de la historia han dado prestigio y honores no solo al cine, sino al arte mexicano en general, y que a estas alturas son ya una escuela o tradición.
Belleza y drama, poesía y tremendismo han sido los grandes hilos conductores del arte nacional. Ya sea por historia, genética o cultura estos elementos se han hecho presentes una y otra vez en obras y manifestaciones tan diversas como las posibilidades de sus autores y medios de expresión lo permitan. Emilio Fernández, Gabriel Figueroa, Luis Buñuel, Luis Alcoriza, Arturo Ripstein, Alejandro González Iñárritu y Carlos Reygadas han sabido llevar, explorar, desarrollar, reinventar y concretar en la gran pantalla estos elementos para llevar el nombre de México a lo más alto.
Pero cuando la tradición es llevada un paso más allá, y sobre todo cuando se cabalga tantas veces, se pueden correr muchos riesgos. El primero de ellos, el lugar común; otro, la experimentación sin sentido; el último, la indiferencia. Esto es algo de lo que a la fecha he llegado a temer un poco en nuestro cine, y que desafortunadamente me ha sido confirmado en diversas ocasiones: a México le sobra la belleza, dolor y solemnidad.
Nuestros artistas han sabido trabajar con gran maestría técnica, creatividad y en ocasiones virtuosismo, sus diferentes obras. Es evidente que todo trabajo implica un mundo de hechos que están muy por encima de la perspectiva oblicua, sorda y limitada que cualquier espectador pueda tener, pero cuando ver una película se convierte en la repetición de una serie de guiños, un mero ejercicio, algo va mal; cuando el aire se enturbia, se enervan las emociones y la perspectiva es tan oscura, dolorosa y “mágica” el sentido se perdió, si es que se tuvo, desde hace mucho.
Con Biutiful, el más reciente trabajo de Alejandro González Iñárritu se confirma cierta parte de esta regla. Sin dudas estamos frente a un gran artista. Amores Perros, 21 Gramos, Babel…“el negro” es una figura respeta y muy cotizada en los grandes círculos del cine mundial, cada una de sus obra eleva más y más las expectativas sobre su cine, tiene mejores colaboradores, obtiene mayores recursos, más distribución, más atención mediática, actores de mayor fama (si es que esto es posible), más premios, más, más, más. Y cómo no hacerlo cuando cada película cuenta con la participación de artistas tan brillantes, respetados y profesionales como el mismo Iñárritu; la lista es amplía y orgullosamente el talento mexicano abunda: Rodrigo Prieto, Guillermo Arriaga, Gael Garcia Bernal, Adriana Barraza; Brad Pitt, Kate Blanchett, Javier Bardem, Sean Penn son también parte del equipo multicultural, multitalento, multipremiado que Iñárritu ha sabido comandar y hacer florecer.
Debo aceptar que esperaba, corrijo, anhelaba ver Biutiful. Mi última experiencia con el cine de Iñárritu, Babel, fue tremendamente impactante. No me refiero a la película en sí, sino al hecho de confirmar lo que el cine hace y puede hacer; y en particular lo que en México se hace y debe hacerse. Hay quienes dicen que Iñárritu y algunos otros artistas son en realidad sanguijuelas doradas que agotan los recursos de su tierra, otros dicen que sus películas no son ni siquiera mexicanas: una película con recursos no puede ser mexicana. La pobreza del país no debe tener excepciones. ¿Puede?
La sala se encuentra semi-vacía. Entre el público, un conocido, alguien tan entusiasmado como yo. Inicia la película. Después de los primeros diez minutos empiezo a notar que me esfuerzo por ver la película, algo normal me digo, después de todo, el arte implica cierto ejercicio. A la media hora el ejercicio pierde poco a poco el interés, me digo: estoy mal, debo ser paciente. Una experiencia similar la viví con Luz Silenciosa, de Carlos Reygadas y Vaho de Alejandro Gerber, pero en esta ocasión las expectativas son tal altas que hacen que el desánimo llegue. Para mi sorpresa no soy el único, mi conocido, el otro entusiasmado, deja la sala a los cuarenta minutos. Yo permanezco hasta el final, fiel a mi boleto y a la certeza de encontrar más de lo que puedo esperar.
Y así es: Biutiful es el caleidoscopio humano, es desoladora, poética, múltiple e incierta como las vidas que en ella juegan, el misterio, la niebla que la habita se vuelven certezas en la belleza que no necesita nombrarse con todas sus letras. Los planteamientos metafísicos y éticos no se presentan como discursos obvios, son partes del drama de la vida que trasciende toda barrera, todo tiempo y deja al espectador la labor de hacerlos suyos. Sin embargo, cuando todo esto se extrae por la fuerza, como si de un trabajo tedioso se tratara, debo decir que tal vez no valga la pena.
Pese a las nominaciones, al enorme trabajo que hay en Biutiful, en especial la portentosa fotografía de Rodrigo Prieto, me voy desilusionado por encontrar que el esteticismo predomina, las formas rebasan las ideas y las justificaciones intelectuales hacen aún lado el contacto que puede abrir nuevas dimensiones en el público. Como he dicho, algo similar lo he experimentado en la gran mayoría de las películas nacionales que he visto en los últimos 4 años, y esto probablemente se deba a que el verdadero mercado de nuestro cine esté fuera del país, a que las plataformas son los festivales internacionales, a que el arte solo puede ser apreciado bajo la mirada crítica, habituada al lenguaje cinematográfico y a todo, absolutamente todo lo que implica hacer una película: de ser así, el cine está condenado al fracaso en las grandes salas. Se dirá: que otras cintas, de índole totalmente comercial, hagan la labor. Pero creo que difícilmente algo así puede devolver al cine la capacidad de asombrarnos, no digamos de reinventarnos.
No me cabe duda que la industria del cine vive una nueva época dorada, ahora de índole global, cosa que se confirma en todos los aspectos que quieran verse. Es esta generación, la de Iñárritu, del Toro, Cuarón, Reygadas, García Bernal, Diego Luna, Hayek y muchos otros más que surgen a diario los que pueden sentar las bases de una nueva industria nacional sólida, dinámica y comprometida en base a todo lo que ellos ya han cosechado.
No me cabe duda, al menos en el corazón, que Biutiful ganará el Oscar, tendría que ver el resto de las nominadas para tener una idea más clara, aunque por supuesto, ni las ideas, ni los deseos forman los jurados. México de nueva cuenta tiene otro triunfo en el sector del “arte”. Ahora es necesario que alguien traduzca los malabares y aterrice un poco lo que se está tratando de decir, y que con algo de suerte la belleza, el drama y los experimentos logren ser trascendidos por algo que en verdad permanezca con nosotros.
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